La huella del Agora. Autonomía y heteronomía del dibujo
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En el corazón de la forma se encuentra una tristeza, una huella de la pérdida. La talla es la muerte de la piedra. George Steiner
En los primeros tiempos de la revolución digital, cuando ésta invadía territorios anteriormente vedados al universo del chip (scanner y photoshop mediante), surgieron con fuerza visiones apocalípticas acerca del destino del dibujo manual,(y de la escritura, que, de hecho, no había desaparecido cinco siglos atrás con Gutenberg y sus “hordas tipográficas”). Se afirmaba que el código binario, mucho más potente, rápido y eficaz que la televisión en el tratamiento de la información, nos permitiría exteriorizar materialmente las más complejas creaciones de nuestra imaginación, otorgándonos mayor libertad en la toma de decisiones a la hora de proyectar. Y surgieron también, claro, quienes se oponían al uso de los nuevos medios bajo los argumentos más disímiles. El de la “falta de libertad” que imponía el universo digital era el más frecuente.
Pero, ya se la considere oprimente o necesaria, toda “falta de libertad” implica alguna forma de heteronomía. Es decir, la “falta de libertad” funciona con la condición de cumplir las reglas o los mandatos de otro (vía hardware, software, o como quiera llamársele): lo que Zygmunt Bauman llama una condición agencial: aquella en la que una persona es agente de la voluntad de otra. Los agentes son no-autónomos: no crean las reglas que guían su propio comportamiento ni establecen el espectro de alternativas que tendrán que sopesar para tomar sus decisiones.
Desde el Renacimiento —y sobre todo a partir del siglo XVIII— el ser humano ha ido adquiriendo una mayor conciencia sobre el hecho de que la razón autónoma está condenada a una situación de creación permanente: no poseemos recetas. Cornelius Castoriadis dice que en toda genuina autonomía se impone la idea de que “ningún problema se resuelve sin abordarlo” y, sobre todo, que “el proyecto de autonomía es fin y guía, y no nos resuelve situaciones reales y concretas.”
Además, desarrollar la idea de autonomía es, también, establecer una muy vaga distinción entre pasado y futuro. El primero es incierto, incompleto, siempre susceptible de ser reexaminado, tanto como las consecuencias de los proyectos que, en el presente, afectan laidentidad imaginaria de la propia sociedad.
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Cualquiera que no sea como todo el mundo, que no piense como todo el mundo, corre el riesgo de quedar eliminado. José Ortega y Gasset
El dibujo, en tanto instancia modal de representación, expresa la complejidad ideológica de cada momento histórico. Esta complejidad se sustenta mediante las relaciones entre las estructuras técnicas de transmisión de la información y las funciones sociales superiores (la religión y la política, por ejemplo), e interesa especialmente en cuanto a su eficacia simbólica para llegar a comprender cómo, en una determinada sociedad, ciertos símbolos —palabras, escritos, figuras— llegan a producir efectos concretos y se transforman en fuerzas materiales.
Aquello que llamamos comunicación —en el sentido moderno que le damos a esta palabra—, ámbito en el que podríamos inscribir el campo de la Morfología y el acto de dibujar, es para autores como Régis Debray una respuesta especial tardía a una cuestión mucho más seria y permanente. Para expresarlo en otros términos: todo modo de interacción entre técnica y cultura, incluso la más insignificante y modesta —y con más razón una práctica gráfica que acompaña la historia del desarrollo humano— podría estudiarse bajo la perspectiva de una teoría de la mediación. Nuestra sociedad impone la difusión de los mensajes antes de la formación de las mentes: construimos un edificio en terreno anegadizo. Es un grave error creer que una cultura basada en la imagen pueda eludir el rigor del pensamiento discursivo-abstracto. Porque, en realidad, lo da por descontado. Por ejemplo: la fotografía aérea dice muy poco a quien no tiene ciertas nociones básicas de urbanismo. Del mismo modo, si no enseñamos a leer de modo crítico a los niños —y también a los adolescentes y adultos—, nunca se les podrá enseñar a ver. Los hacemos débiles frente a la voracidad mediática, que se alimenta de la falta de conciencia acerca de la tensión expresada no tanto entre “lo real” y “lo virtual”, sino entre la información global —un territorio que no implica todavía colectividad— y la formación de un ideario personal.
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Entre el condicionamiento propio del creador y el condicionamiento mediológico, debemos valorizar el espacio privado-público del pensamiento crítico. Entre oikos (el hogar de las ideas) y ecclesia (el espacio público de evaluación), debemos posicionar, como los griegos, una esfera intermedia —el agora—. Una interfase, si queremos utilizar un término actual, considerando la pérdida de eficacia simbólica que se produce en la migración terminológica. En la antigua Grecia, el agora desempeñaba un papel clave en el mantenimiento de la capacidad verdaderamente autónoma del individuo en el ejercicio de su identidad. Es fundamentalmente en este sentido que el pensamiento-acción del dibujo es agórico. Siempre lo ha sido. Pero en estos tiempos, constituye un territorio muy frágil, porque suele ser atacado con frecuencia, poniendo en peligro su integridad o distorsionando el papel que desempeña. “Cualquiera que no sea como todo el mundo, que no piense como todo el mundo, corre el riesgo de quedar eliminado.”
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[Parte del texto publicado en SCA, revista de la Sociedad Central de Arquitectos, Buenos Aires, 2003]