Esta es una nota escrita por Mercedes Halfon, que con el título Poeta en Nueva York se publicó en la revista Radar del diario Página/12 de Buenos Aires, el 10/09/2017.
John Ashbery fue un poeta único en su especie. A la vez que alcanzó una consagración absoluta y que nadie puede dudar de que fue el último gran poeta norteamericano, su poesía se ha atrincherado desde sus inicios en una inefabilidad radical. Eso no quiere decir que no puedan decirse muchísimas cosas de su obra, de hecho los predicados sobre ella completan bibliotecas enteras. Pese a todo, su poesía logra salir indemne. Misteriosa –aunque carezca de clima de misterio– conmovedora –aunque no sea proclive a la emotividad–, de una imaginación y un léxico deslumbrantes, siempre insólita, imprevisible, experimental desde sus cimientos hasta el final de sus versos.
Ashbery murió el pasado 3 de septiembre a los 90 años dejando tras de sí un legado de más de veinte libros. Fue un poeta fructífero y valorado, fundamentalmente a partir de Autorretrato en espejo convexo (1975) su libro más célebre, por el que ganó el premio Pulitzer, el Nacional de la crítica y el Nacional del libro. Era el último príncipe de una suerte de vieja civilización: la de los poetas excéntricos, hermosos frívolos y eruditos, amigos de los expresionistas abstractos y de músicos como John Cage, de la Nueva York de los 50 y 60. Una escena vital y particularísima, que durante algunas décadas se mantuvo alejada del foco de la Historia. Se trata de la llamada Escuela de poesía de Nueva York, donde Ashbery departió junto a otros poetas como Kenneth Koch, James Schuyler y Frank O´Hara (con estos dos últimos llegó a compartir departamento). Todos ellos coincidían en su interés por las artes visuales de diversos modos. O’Hara fue curador del Moma, Ashbery y Schuyler escribían sobre arte en revistas como Locus Solus. Se diferenciaron de las preocupaciones formales y morales de sus antepasados modernistas como Ezra Pound y T. S. Eliot, en pos de una poesía quizás más espontaneista, cercana a esos manchones que por entonces agitaba Jackson Pollock sobre sus lienzos. Los poetas de Nueva York fueron menos petardistas que los Beatniks, más minoritarios (si se permite el oxímoron) aunque cada uno de ellos desarrolló un estilo diferente. Luego, O’Hara murió joven, Schuyler cultivó un perfil más bajo, al igual que Koch. Y Ashbery siguió y siguió escribiendo, cada vez de un modo más radical y extraordinario. Con el pasar de las décadas, su obra –que fue siendo atendida– también hizo justicia e iluminó a las de sus compañeros.
Nació en Rochetster en 1928. Se licenció con honores en Harvard y luego realizó una maestría en Columbia. Trabajó como editor, periodista y crítico de arte. A mediados de los cincuenta marchó a París, donde vivió durante diez años y ejerció alternativamente cada uno de estos oficios. Allí también tradujo al inglés la mayor parte de la poesía surrealista francesa y algunos libros de Arthur Rimbaud, Max Jacob, Pierre Reverdy y Raymond Roussel. Terminado ese periplo regresó a Nueva York en 1966 y ya no se fue de ahí. Será por eso que si bien hay influjos franceses, su obra es profundamente estadounidense en sus referentes y su sentido del humor. No por nada Harold Bloom y otros críticos lo mencionan como el heredero directo de Walt Whitman: aquí también, y en sus propios términos, hay una voz que intentó abarcarlo todo.
¿Qué decir de su poesía? ¿Qué dijo él? Son bastante graciosos los modos que encontró para escapar a esa pregunta. “Los pájaros, para cantar, no tienen necesidad de ser especialistas en ornitología”, dijo una vez. Otra (incluida en el libro de ensayos reunidos de Ashbery La gran licencia, de la Universidad Diego Portales) el día que recibió la medalla Robert Frost: “De un poema no hay nada para contar, o no debería haberlo si el poeta ha hecho bien su trabajo, y así es porque la escritura del poema ya es una explicación de algo que le sucedió al poeta, algo que exigía ser expresado en palabras, y que terminó dando forma al poema. Explicar una explicación es mucho más difícil, y quizás se trate de una tarea sin esperanza y condenada a la redundancia”. Una última, en forma de diálogo, con Kenneth Koch. Su amigo le dice: “Por supuesto que no hay ninguna clave para entender el poema. ¿Tampoco ningún sentido oculto?” “No, solo es un montón de impresiones.” “¿Por qué las claves y los significados ocultos no son atractivos para ti?”, “Porque alguien podría descubrirlos y el poema perdería su misterio”.
Pese a que no se trate de un poeta de la estirpe de los extrovertidos, está su obra, que lejos de ser tímida, es una suerte de huracán semántico, un canto a la proliferación verbal, sensorial, un coro de voces que parecen cantar en distintos idiomas y a distintos ritmos. Al mismo tiempo lírico y reflexivo, epifánico y humorístico, fundamentalmente engañoso, hipnótico y mental. Ajeno a toda solemnidad de escritor, su definición de poema lo pinta de cuerpo entero: “Una gran ensalada condimentada con pensamientos, ideas y paisajes. Cuando me parece que tiene demasiados elementos concretos, meto ideas y abstracciones porque quiero que mis poemas representen las sensaciones que tenemos de nuestro mundo interno”.
Ashbery ya no va a seguir escribiendo, pero su obra es, de alguna manera, inabarcable. En su huida perpetua a establecer un discurso cerrado, en su conciencia múltiple, chispeante y melancólica, atormentada y ligera, hay algo que se asemeja a una perspectiva romántica. Ese abismo que los románticos miraban seducidos, Ashbery lo encuentra en el mundo contemporáneo. La multiplicidad de estímulos, de flujos, la percepción caleidoscópica de la realidad como un ente también mutante, inacabado, en permanente construcción. Y por sobre todo repleto, pero verdaderamente repleto, de imágenes. Hacer de esto una obra es tener ante todo una inmensa capacidad de nombrar, el trabajo que siempre se ha dado la poesía.