En el siglo XIV la peste bubónica provocó la muerte de un tercio de la población humana. De ese tiempo de horror escribió Giovanni Boccaccio en su Decameron: “Tal fue la multitud de los que murieron en la ciudad de día y de noche que fue un asombro escuchar que se cuenta de ello”.
Siglos después, entre 2070 y 2100, una peste originaria de Asia avanza, implacable, hacia Occidente. Durante siete años golpea a la humanidad hasta ponerla al borde de la extinción. Como consecuencia, las instituciones sociales se desintegran, las ciudades quedan desiertas y los movimientos de refugiados provocan guerras terminales.
Tal es el relato de El Último Hombre, una ambiciosa novela escrita por Mary Shelley. El libro fue publicado en 1826. De acuerdo a los cánones de la época resultó difícil de clasificar y, no demasiado exitoso, permaneció olvidado a la sombra de Frankenstein hasta que algunos académicos recuperaron el texto a mediados de 1960, asociándolo a temas como la destrucción ecológica y la guerra de Vietnam, cabales expositores de la frágil existencia de la civilización humana.
La de Mary Shelley es una de las primeras novelas de ciencia ficción. Sin ser una gran obra, tiene la virtud de plantear, desde su época, una interesante proyección política. Quizás lo más relevante de la posición ética de Shelley sea que la autora cuestiona la idea de que la humanidad tenga una relación privilegiada con la naturaleza. Así, ataca la fe de la Ilustración en el progreso colectivo, posición que muchos autores de ciencia-ficción explorarán hasta el hartazgo. Manuel Rodríguez Yague ha hecho notar que El último hombre resulta, en definitiva, una reacción contra el romanticismo literario y político. Bajo este prisma, la peste constituiría una metáfora: un utópico y revolucionario mundo al que dan forma las mentes de un grupo de élite (como el que la Shelley frecuentaba) es corroído por los aspectos más negativos de la naturaleza humana.
“El futuro que plantea la escritora, aunque lejano, es descrito en los arcaicos términos del siglo XVIII, no diferenciándose demasiado del mundo contemporáneo de Mary Shelley: la gente sigue desplazándose a caballo, los sistemas políticos funcionan de forma muy parecida a los del siglo XIX y la tecnología no ha avanzado prácticamente nada. El único elemento que despunta en este sentido es la utilización de globos o dirigibles como veloces medios de transporte, una imagen que se adelantó a los más conocidos relatos de Julio Verne en cuarenta años. Algunos otros detalles, sin embargo, resultan llamativos. Por ejemplo, la autora tuvo la suficiente visión como para imaginar que el conflicto entre cristianos y musulmanes continuaría sin resolverse al cabo de doscientos años y que el mundo del futuro no estaría a salvo de catastróficas epidemias, si bien no sugiere en ningún momento que la plaga tenga su origen en manipulaciones humanas.”, escribe Rodríguez Yague.
En la literatura, las enfermedades infecciosas (de La peste de Albert Camus a La montaña mágica de Thomas Mann, por nombrar dos de las obras del siglo XX más interesantes sobre la cuestión) han contribuido a construir un arquetipo de sufrimiento a través de la idea cabal de la ambivalencia que expresa la relación entre el poderío y la vulnerabilidad humanas. En El último hombre la peste crece hasta dejar un único testigo, que el título del libro anuncia.
Albert Camus se ha encargado de recordarnos que cuando la peste ha pasado y la enfermedad parece ausente el hombre olvida. Sin embargo —en estos tiempos del coronavirus es necesario más que nunca pensar esto— la enfermedad siempre se encuentra al acecho. Y en ese sentido, la admonición de Camus es implacable: “El bacilo de la peste nunca muere o desaparece, puede permanecer dormido durante décadas en los muebles o en las camas, aguardando pacientemente en los dormitorios, los sótanos, los cajones, los pañuelos y los papeles viejos, y quizás un día, solo para enseñarles a los hombres una lección y volverlos desdichados, la peste despertará a sus ratas y las enviará a morir en alguna ciudad dichosa”.