A mediados del siglo XIV, Giovanni Boccaccio escribió su Decamerón. Huyendo de la peste, diez jóvenes —siete mujeres, tres hombres— se refugiaban en una villa cercana a Florencia y se dedicaban a contar historias para no aburrirse. Para esos jóvenes florentinos era posible evadirse, evitar la enfermedad y la muerte distanciándose de una ciudad no globalizada. Los protagonistas del texto de Boccaccio censuraban los vicios y la corrupción de la sociedad y criticaban la vida florentina a distancia prudencial.
Nuestro planeta, evidentemente, ha cambiado desde entonces. Si la inseguridad y la contingencia siempre han sido dos factores permanentes en nuestra condición humana, el coronavirus, hoy (y la caída de las torres gemelas, la crisis financiera del 2008 o los campamentos de los refugiados en Grecia por citar algunos casos previos más notorios) no ha hecho más que evidenciar nuestra conversión en sujetos no solo vulnerables, sino plenamente vulnerables. En la era de la información, a diferencia de los protagonistas de la historia de Boccaccio, no podemos evadirnos de la ciudad global. Nuestra época está montada sobre un aparato tecnológico que nos anestesia y al mismo tiempo nos provoca angustia, que quiere aparentar cierta estabilidad pero se mantiene en movimiento permanentemente y no hace más que acelerar la sensación de estar controlados y desprotegidos por estados inermes cuya estructura legal fue diseñada para un mundo de otra velocidad.
Este ecosistema —sustentado en la irracionalidad especulativa, como afirma Juan Antonio Molina— “se vertebra en la falacia de un mercado como omnipotente tabernáculo que justifica su depredación social en la creación de una crisis continua, de la índole que sea, siempre que convierta el miedo en un efecto crónico al percibirse como un estado permanente en la vida cotidiana, no sólo de los afectados directamente sino por los que conviven y son parte del segmento social donde se inscribe el sujeto”.
La extraordinaria intelectual estadounidense Susan Sontag, que atravesó un duro tratamiento contra el cáncer en los años setenta, ha escrito con lucidez que “la enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más cara. A todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”.
Así las cosas, esta crisis del coronavirus se está desplegando bajo una arquitectura de información sanitaria a la que podríamos denominar, con Molina, esquizofrenia dilatada, que trabaja 24/24 sobre el miedo que provoca el virus y que en definitiva, erige una construcción ideológica que pone especial atención al hecho de que “los factores de movilidad financiera beneficiarán, como hasta ahora, a unos pocos y traerán más penuria para la mayoría”.
La aparición de una peste constituye una prueba de convivencia para las familias, para las instituciones y para las sociedades enteras. El neoliberalismo, que se ha aferrado al poder con uñas y dientes intentando mantener a los individuos compitiendo con desiguales recursos y objetivos —para algunos mantener limpio el cielo, para la mayoría salir del infierno— deberá confrontar crudamente con su propio concepto de convivencia, porque a diferencia de lo que sucede en Decamerón, no hay villa cercana a Florencia en la que se pueda estar a salvo.