Lo pensé ayer y en sueños; por lo menos así lo recuerdo, era de madrugada. Para saber bien algo hay que partir de cero. Eso me dijo –me fue dicho– en sueños creo, a la madrugada. Solo así garantizaría no estar arrastrando rezagos, los mal habidos restos del festín de la noche.
Para aprender algo, para aprenderlo bien, verdaderamente bien, hay que partir de un pensar sin prejuicios, sin malos recuerdos, sin fobias, ni tormentosos rencores, ni culposos complejos... ¡Nada de mala conciencia!
Pero… ¿Cómo se hace eso? ¿Es posible? ¿Puedo hacerlo? Lo hice alguna vez? ¡Cuántas preguntas! Y la mala conciencia por añadidura. Si esto suena a don Sigmundo es pura coincidencia.
Trataré, en primer lugar, de no acordarme de nada ni de nadie.
De ahora en adelante, basta de citas eruditas. Toda la vida me pasé citando a otros que, a su vez, citaban a otros más. Claro que no es fácil olvidarse del Padre, cuando él ya está instalado y, desde hace tiempo. ¡Pero, en fin...!
Lo que importa, en estos casos, es estar en claro con uno mismo; para pensar y aprender, primero hay que estar en claro con uno mismo. Saber que tengo y que no tengo. Sin eso no puede uno arriesgarse a aprender... y, desde luego, enseñar.
La facultad debería siempre comenzar por saber qué tiene y qué no tiene el alumno y desde luego, el docente. Es obvio. No sea que le demos justo lo que no necesita.
Si entonces estoy claro conmigo mismo podría arriesgarme a seguir aprendiendo y enseñando. Por eso que, para enseñar debo partir del no saber.
Esta madrugada se me hizo tan claro... pero, era de madrugada…
Ahora, a mediodía, la cosa ya se está enturbiando.
De todos modos, la turbulencia también puede ser útil. Descubrí –después de la madrugada– que la cosa se empieza a enturbiar a medida que la pienso.
Al mediodía la cosa –claro– ya se había enturbiado bastante. Entonces me convencí de que era la palabra que se nos había escurrido otra vez. La palabra enturbia, me dije.
Para las tres de la tarde, la cosa, ya del todo enturbiada, me hizo comprender que a la palabra culposa se le había agregado la palabra escrita.
Ahora si estaba la cosa del todo turbia. El lápiz –la birome– enturbia. La letra escrita es también culposa.
Sin embargo, me llamó la atención otra cosa: la hoja de papel.
Esta hoja de papel blanco y en blanco, lisa, sencilla, modesta, sin prisa alguna, posada sobre la mesa, tenía un aire... mitológico.... Me miraba amistosamente, con cariño, esperando todo de mi y eso me dio paz y nuevo ánimo.
Pero cuando comencé a escribir, birome en mano, de pronto, de golpe, todo se vino abajo y, otra vez, me quedé en la turbulencia. ¡Creo que no salgo más! –pensé entonces–.
Es decir, se vino a mi mente aquello del arte del no escribir, el arte del no pensar, el arte del no saber y regresé a la fuente: para enseñar hay que partir de no saber.
Sería algo así como que la cosa va a dárseme –a dársenos– en toda su inocencia, con algún resto de verdad, algún resto de necesariedad.
¡Si yo pudiera rescatar ese resto!
¿De donde puede dársenos esa pequeña, pequeñísima parte de verdad, mínima partícula de necesariedad? Con un trocito de necesariedad, me dije, yo podría tener derecho a enseñar... por supuesto habiendo antes, mucho antes, aprendido.
Un poquito de necesariedad, nada más…
Pero después me di cuenta de que ya era demasiado pedir, porque se me hizo muy claro cuanto de innecesariedad era ya lo que estábamos ofreciendo diariamente. Y pensé: a la enseñanza debemos medirla por el grado o cuota de innecesariedad que podemos hacer soportar a un ser humano –nuestro alumno–.
Terrible, ¿no?
Y ahora... pausa, tiempo...
Y vuelvo: debemos arribar a un acuerdo. Hoy en día se dice consenso…
Pienso que debemos regresar a la conciencia, escuchar lo que ella nos dice, si algo tiene que decirnos. En ese caso ella nos habla de transparencia.
Debo pues lograr tranquilidad de conciencia y transparencia.
¡Si yo pudiera decodificar toda la masa informe e inmensa de todo lo que me fue dado a pensar en esta últimas ocho décadas... de todo lo que me obligué a pensar en tanto tiempo!
¿Y quién –yo mismo, los otros, el Otro, mi Padre, el Padre, la Patria, la Humanidad– me obligó, me obligaron? En alguna medida –pero no del todo– fueron la Facultad, la Universidad, la carrera, la profesión, el arte, la arquitectura, el diseño, la docencia... ellosfueron los responsables
Sí, pero yo fui su eterno cómplice.
Pero… ¿Quién estaba detrás?
Pensé y pensé y después de un buen rato, me vino la respuesta posible: la PALABRA. Ella era, otra vez, la responsable.
¡Anatema de la palabra!
La palabra “anatema” viene del griego –cuando no– y quiere decir “ofrenda maldita”.
Y eso mismo, es la palabra: una ofrenda maldita.
Pero, digo yo ahora, ¿cómo haré para librarme de la palabra, nada menos que yo –nosotros– que vivimos de la palabra?. ¿Cómo nos libramos de la ofrenda maldita? (me acuerdo ahora de la saga de los Nibelungos, del anillo de oro del Rhin, donde todo se hunde y desaparece... la ofrenda maldita) Debo pedir perdón por hablar; deberíamos acostumbrarnos a pedir permiso para usar la palabra.
Señores alumnos: ¡Perdón por hablarles tanto! ¿Pero qué otro recurso me queda? ¿Podría acaso enseñar sin hablar? Recuerden al querido Wittgenstein: “Aquello de lo cual nada se puede decir, debemos pasar en silencio”. Por suerte vino él en mi auxilio.
Sí, eso es. El SILENCIO. Debo quedar en silencio.
Y se hizo el silencio y era ya la hora del té, que para mí es sagrada.
Hice, pues, una taza de té y tomé el té en el silencio de la tarde, en la maravillosa soledad mía, entre mis cosas. Y con ausencia de la palabra, en el silencio y del silencio mismo surgió una cosa maravillosa.
Vi delante de mí la taza de te y el té y la tetera y la misma mesa con el mantelito a cuadros
Vi al lado un florerito con una flor de mi jardín.
Y eran cosas, las cosas. Los obietos con sus materiales y formas y colores y todas aquellas cualidades que nos gustan tanto a los arquitectos.
Y pensé: esas son cosas, entidades, entes, unidades de mi entorno, son mías porque son como yo, que soy una cosa entre ellas.
Es lo mío, es mi territorio, el de mis cosas.
Las benditas cosas.
Estoy en mi casa con las cosas mías y ellas están conmigo y hay paz.
La palabra quedó afuera, en la calle, le cerré la puerta.
Ahora si puedo volver al arte de no saber, porque tengo conmigo las cosas.
Quizás en el arte del no saber, las cosas –a su tiempo– me contarán lo que sí debo saber.
[Publicado originalmente en la revista Contextos, FADU, Buenos Aires, 2004.]