Alguna cosa he leído (muy poco); estoy terminando un libro de Cocteau, La llamada al orden, y releyendo con calma algunos pasajes del Retrato del artista adolescente sin dejar de avergonzarme de haber pensado siquiera que lo había leído ya, y planteándome la difícil cuestión de cuándo, cómo y a qué edad habría que leer según qué cosas, a menos que la relectura esté garantizada, aunque aún así la duda persista e incluya el espejismo – que yo padezco ahora mismo- de estar leyéndolo por fin de verdad. Sospecho que existe una regla casi química relativa a la «influencia», la «imitación», y el «plagio»: al leer «bien», o al asimilar una obra hasta el punto de dejarse influenciar por ella, uno trabaja tanto como lo hizo el propio autor lo cual deja muy poco tiempo para la escritura, y para colmo con escasas garantías. Pero estoy harto de los lectores, (incluido yo mismo) que después de echarle un vistazo más o menos inteligente a una gran obra y entusiasmarse con ella tienen la ilusión de que la «conocen» o la «entienden», del mismo modo que hay gente a quien le presentan a alguien en una fiesta y solo por eso afirma conocer a esa persona y hasta se refiere a ella por su nombre de pila. Me gustaría no volver a pronunciar el nombre de Shakespeare, Joyce, Beethoven, etcétera, nunca más, salvo en contextos sumamente concretos.
New Jersey, Agosto de 1939
Hace poco empecé a escribir un libro en un lenguaje que pudiera entender cualquiera que sepa leer y esté de verdad interesado. Fue un fracaso, y creo que me llevará años aprender a hacerlo pero la idea me gustó tanto que me ha costado mucho (y me cuesta) volver a mis viejos hábitos de escritura; incluso tengo cierto sentimiento de culpa. Las vidas de las personas comunes y corrientes, si es que son patrimonio de alguien, lo son de las personas como ellas, y solo muy secundariamente de las personas «cultas» como yo. Si he llevado a cabo este robo espiritual, por mucha que sea la «veneración» que les tengo y mi voluntad de «honradez», lo menos que puedo hacer es devolver los bienes a sus propietarios sin emplear el lenguaje exclusivo de quienes menos idea tienen de lo que hablo. Pero ni puedo ni quiero sacrificar las ideas e intereses «cultos» que solo podrían aburrir a los «incultos», y mientras no pueda transmitirlas en una lengua más creíble supongo que no tengo más remedio que escribir para los lectores «cultos». Además, desconfío de mí mismo, pese a la profundidad de mis convicciones, y creo que si uno va a ponerse a escribir algo que puede ser tan peligroso como un veneno, más vale dirigirse a adultos que a niños completamente indefensos.
Frenchtown, Nueva Jersey, 13 de enero, 1939