Si tuviera que resumir en un objeto –una causa– un momento de considerable viraje en mi vida tendría que confesarlo de una buena vez: el piloto beige del investigador y periodista belga cuyas aventuras leí en sexto y séptimo grados, casi como lectura única durante más de 700 días corridos, capturando a razón de un álbum por mes en el año escolar, con alguna excepción a mi favor en fechas de fiesta. Se vendían en la minúscula librería interior del colegio, que tenía algo de invernadero, de viejo kiosco de libros de inmensa estación de ferrocarril, exhibidos no más de cuatro títulos por vez, contra el marco inferior de la vitrina, asomados al mundo del que nos invitaban a escapar.
“Un personaje bien dibujado, bien contado, en serie, puede obsequiarnos, en uno de los períodos más frágiles de la vida, una vocación. Hoy siento que pasé años simulando leer otras cosas, que sólo he querido leer a Tintín.”
Siempre me demoré más en el dibujo de Hergé que en sus globos de diálogo; supongo que no quería que la historieta se acabara (y el dibujo nunca plantea un tiempo límite de lectura). Acaso por eso –porque dibujo y palabras pertenecían a la misma mano, la misma línea– es que me detenía más en la forma de las letras que en lo que estas decían (durante años creí entender que “cocaína” era una gaseosa de otro mundo). Mi caligrafía no es otra cosa que una mala copia, deformada en grados descendentes, de la del creador de Tintín.
Lo que más me cautivaba era la manera en que Hergé dibujaba el impermeable al viento: era lo que prometía una (otra) vida posible. Como detective y cronista, términos desde entonces intercambiables. Seguir pistas, perseguir sospechas, son aficiones que aprendí de la mano de Tintín y su perro Milou (y, de paso, aprendí que la compañía de un perro no se parece a ninguna otra). El lector que yo era empezaba a soñar –sinónimo de imitar–, avanzando contra el viento con las manos en los bolsillos. Las manos escondidas, es decir lápiz y papel escondidos. El piloto de Tintín –apto para cualquier clima, continente y circunstancia– era la imagen perfecta de la ligereza, en todas sus acepciones, y de las bondades de la soledad. Tintín se quitaba el impermeable –nunca lo quise creer un mero abrigo– sólo si había tenido que correr, como en La isla negra, en donde curiosamente lo pierde en la página 7 y recién lo recupera en la última página, la 62.
De las innumerables revelaciones que me deparó Tintín –muchas de ellas olvidadas, quizá para mejor preservarlas– hay una que sí recuerdo con claridad: la unión indivisible entre investigación y diario impreso. Pocas cosas hacían aletear al lector que fui como cuando una de sus excursiones terminaba en una nota publicada en un periódico. Esa era la vida ideal: averiguar e informar, preferentemente desde lejos, peripecia mediante. Esa adoración por la pesquisa, la distancia y la audacia, y esa coronación en un papel sábana o tabloide pueden marcar definitivamente a quien todavía no cumplió los trece años. La gratitud se aloja como un antídoto en quien encuentra un modelo tan pronto. Un personaje bien dibujado, bien contado, en serie (facilitadora de adicción), puede obsequiarnos, en uno de los períodos más frágiles de la vida, una vocación. Hoy siento que pasé años simulando leer otras cosas, que sólo he querido leer a Tintín. Supongo que exagerar retrospectivamente el efecto de una lectura es otro derecho inalienable.
[Transcripción de la nota escrita por Matías Serra Bradford en la revista ñ del sábado 31 de diciembre de 2016.]